Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú)
Domingo 15 de junio, 11:35 a.m. Día del Padre. Miles de personas saliendo rumbo al almuerzo familiar, abrazos por aquí, regalitos por allá… y de pronto: zasss, un sismo. Magnitud 6.1. Lo suficientemente fuerte para hacernos temblar más que cuando vemos la cuenta del restaurante.
El saldo: un fallecido, decenas de heridos, centenares de casas con rajaduras y la evidencia, una vez más, de que la informalidad constructiva en nuestro país se sostiene con alfileres… o, mejor dicho, con ladrillos mal puestos.
Hace décadas que se habla del tema. Desorden urbano, urbanizaciones mal planificadas, calles angostas que parecen hechas para triciclos, tránsito caótico que haría llorar a cualquier urbanista y construcciones replicadas en suelos tan distintos como el arenoso de Villa El Salvador y el más sólido del centro de Lima. Pero igual se construye. Con el mismo plano, la misma técnica y, a veces, con el mismo maestro de obra que arregla puertas y pone mayólicas. ¿Arquitecto? ¿Ingeniero? Nah, “mi primo sabe levantar casas”.
Esto ocurre tanto en viviendas particulares como en edificaciones del Estado. Un ejemplo reciente: parte de un local de la Fiscalía se desplomó. Ironía pura. ¿Quién fiscaliza al que debería fiscalizar?
Si un sismo de magnitud media causa este nivel de daño, mejor ni imaginar lo que pasaría con uno de 7 grados o más. Que Diosito nos agarre confesados. Miremos, por ejemplo, la Costa Verde: edificios construidos a dos o tres metros del acantilado. Las piedras cayeron sobre la pista y los autos tuvieron que esquivarlas como si jugaran un partido de slalom. ¿Prevención? Bien, gracias. Se sabe que esas edificaciones están en riesgo alto, pero alcaldes y propietarios parecen tener una fe ciega en el concreto… o en el dinero.
En el centro histórico, muchas casas siguen en pie con estructuras de quincha, adobe y barro. Al borde del colapso, sí, pero no se pueden demoler porque son patrimonio intangible. Literalmente, intocable, aunque se esté cayendo a pedazos.
Gobiernos van, gobiernos vienen, y poco o nada se ha hecho por corregir estas fallas. El ingeniero Hernando Tavera, presidente del IGP y uno de los pocos que insiste con voz firme: “Hagan algo, pero ya”. No le falta razón: un terremoto fuerte colapsaría el sistema de salud, encontrar zonas de refugio sería un juego de adivinanzas, y el sistema de alerta sísmica —ese que tanto promocionaron— simplemente no funcionó. Qué raro, ¿no?
Queda, entonces, la prevención individual. La concientización. Charlas, talleres, simulacros, campañas en serio (no con volantitos que nadie lee). El Estado debe reaccionar y replantear con urgencia una reestructuración territorial, como vienen exigiendo desde hace años el Colegio de Arquitectos y el Colegio de Ingenieros.
Porque si seguimos esperando… mañana puede ser demasiado tarde.