Mi velita

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Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú).

Camino a la universidad, pensaba en como iría el día. La verdad estaba incómodo e inquieto, ambas cosas -además- no tan simple de concatenar. Lo que me pasaría  minutos después de estar dentro del campus fue inverosímil. Parece que mi cuerpo sintiera que esa intranquilidad sentimental se forjara en realidad.

Y es que se fue la luz.

Sí, el fluido eléctrico se esfumó, se cortó en varios sectores de Lima. Pensé, ¿Sedapal dijo que se cortaría el agua, no la luz? Bueno, como fuera, eran las 6:15 de la tarde y los últimos atisbos del gringo se perdían en el horizonte naranja. El campus era un loquerío. Parecía más una fiesta, algarabía por doquier. Mientras mis 38 estudiantes y yo en un aula con linternas de celular. En ese momento, cual flashback, volvieron recuerdos de mi niñez.

Cuando tenía nueve, diez años era común en Lima no tener luz, esto se extendió hasta los 18, luego de terminar mi secundaria. No tuve mejor idea que contarles a mis alumnos qué sucedía cuando se iba la luz.

Velas, artículo que solo se ve en hogares sumamente pobres, o dentro de templos o algún velorio. Son difíciles de encontrar, pues no se venden como hace tres décadas atrás. Las velas reemplazaban a luz, era parte de la parafernalia de cada casa. En todos los hogares se abastecían de estos palitos de cera y pabilo: estudiábamos con vela, leíamos con vela, comíamos con vela (muy romántico) y hasta nos bañábamos con vela. La casa olía a quemado. Y no fueron pocas las veces que algo se quemaba o surgía un incendio, tanto en la capital como en otras zonas de nuestro basto país.

Petramax, más costosas que las velas, igual se alumbraba la noche estrellada con estos aparatos. Había en varios modelos, pero se debía tener mucho cuidado, pues su vidrio, que hacía las veces de pantalla protectora del sagrado fuego que iluminaba la casa se podía romper y se acaba el asunto. Usaba querosene, kerosene o keroseno, como deseen llamarlo. Tenía una mecha de pabilo también, pero más larga, compacta y ancha. Era más presupuesto, pero mejoraba la calidad de vida visual.

Ludo o damas, esencial para pasar el rato. Los crucigramas y pupiletras también ayudaban. En familia se apostaban centavos, o caramelos e incluso el pan de la mañana, que además era un artículo muy codiciado, más con su mantequilla y mermelada. Todo un clásico. El hecho es que jugar era el pasatiempo favorito. Nos permitía relajarnos y olvidar un momento la desdicha de estar sin luz, siempre por obra y gracia de Sendero Luminoso, que a estas alturas no sé si eran terroristas o los mejores aliados comerciales ElectroPerú.

Cuentos de terror, quién los sabía era el rey de la noche. Nadie se los perdía. A pesar del temor de tener que ir a oscuras al cuarto o que alguien te pillara a solas y te diera un susto, igual quería escucharlas. Estaban los de muertos vivientes, perros zombis, almas en pena, las lloronas, los encadenados, los niños y mujeres sin cabeza, María marimacha. Ah, pero también los clásicos Hombre lobo, Drácula, Frankenstein, Jinete sin cabeza, Hansel y Gretel y otros que ya recuerdo.

Estar sin luz me trasladó a una niñez con altibajos, pero con anécdotas maravillosas con mi familia y amigos. Qué bueno saber, sin embargo, que ya llegó la luz.