Ozzy (o el soundtrack de mi vida)

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Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú)

Hace dos días se fue de este mundo una leyenda que hoy se vuelve inmortal. John Michael Osbourne, o simplemente Ozzy, tras un memorable concierto de despedida, dijo: “Hasta aquí llego. Me voy. Quiero descansar”. Lo que no dijo fue que esa partida, a millones de fans —uno de ellos, yo— nos arrebataría una parte de nuestra finita vida. Nos quebró. Dejó un hueco, un vacío que no se llenará con nada.

Desenfadado, el Príncipe de las Tinieblas, el alter ego del mal, el come murciélagos, el Señor de la Oscuridad… fue todo menos una persona malévola, como sus títulos pudieran sugerir. Amante de los animales, sentía una devoción especial por los perros. Los adoraba. Bugzy, un bulldog que adoptó tras ser quemado por su antiguo dueño, fue uno de sus grandes compañeros. Rocky, otro de sus perritos, lo acompañó durante 15 años, y su muerte fue un golpe devastador para el líder de los Osbourne. Ozzy también coleccionaba armas antiguas —sobre todo espadas— y artefactos de la Segunda Guerra Mundial. Un excéntrico en toda regla.

Para él, la música no era refugio: era su vida. Compositor, arreglista, cantante, frontman de Black Sabbath y de su banda solista Ozzy Osbourne Band, era una masa viviente, un ser indetenible. Considerado el padre del metal, compuso piezas memorables que trascendieron la música y llegaron al cine, a los libros, a las series. Paranoid, Iron Man, Electric Funeral, Under the Sun, Mama I’m Coming Home, Sweet Leaf, No More Tears, Mr. Crowley, Dreamer, Children of the Grave, Hellraiser y War Pigs son auténticas obras maestras. La lista es inagotable. Cada álbum que salía a la luz era simplemente brutal.

Siempre con sus gafas estilo Windsor —su sello personal—, Ozzy fue un personaje controvertido. Agonizó en drogas, alcohol y excesos. Pudo morir muchas veces, pero como amo y sumo pontífice del lado oscuro (seguramente Darth Vader era su padawan), burló todas esas sombras. Manejaba desde hacía casi 60 años sin permiso, porque siempre fallaba el examen. Por eso, eran su esposa, sus hijos o su chofer quienes lo transportaban. Protagonizó comerciales memorables, incluso con Justin Bieber, a quien, cuando le preguntaron en una entrevista si lo conocía, respondió: “¿Quién diablos es Justin Bieber?”

Hay mil historias sobre Ozzy, pero quiero detenerme en Sharon, su esposa. Ella es, sin duda, la artífice de muchas de las grandes cosas que logró el dios del metal. No fue solo su compañera. Fue su manager, su amante, su bastión. Ella lo rescató, lo sostuvo, lo mantuvo vivo. Cuando otros se hubieran rendido, Sharon lo agarró del cogote, lo enfrentó con la realidad y nos permitió tenerlo varias décadas más. Ozzy amaba a su familia, a sus nietos, a sus hijos. Fue un padre, un abuelo, un esposo. Un ser humano.

Su despedida, hace menos de tres semanas, fue apoteósica. La élite del metal estuvo presente: Metallica, Anthrax, Guns N’ Roses, Slayer, Pantera, Mastodon, Alice In Chains, entre otros. Y, como colofón, la alineación original con Iommi, Butler y Ward. Un lujo. Y como muchos ya saben, todo lo recaudado —cada centavo— fue destinado a obras de caridad: apoyo a hospitales infantiles y a la investigación del Parkinson. Nadie cobró por presentarse. Fue su voluntad. Unos capos.

Cuántas fiestas, tonos, amanecidas en el colegio, y sobre todo en la universidad, junto a mis patas —amigos de toda la vida— que hoy nos reencontramos para escuchar su música. Seguro levantaremos nuestras cervezas, nuestras almas, y a todo volumen cantaremos como descosidos. Hay mucho más por escribir, pero debo cerrar diciendo que la música de Black Sabbath, la música de Ozzy, me acompañó toda mi vida. Como a millones en este planeta del que un día partiremos.

Ha sido un privilegio verlo, escucharlo, y aunque no lo conocí en persona, lo siento cercano. Eso hace la música: nos conecta, nos hermana, nos trasciende. Gracias, Ozzy, por ser parte del soundtrack de mi vida.