Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú).
Escribo estas líneas con una mezcla de indignación, pena y una ira que arde como el sol de los Andes. No es solo el dolor de ver a mi país hundido en el caos, es la rabia contenida ante la indiferencia, la ineptitud y la desvergüenza de quienes hoy ocupan el poder. Vivimos en un Estado secuestrado por la corrupción, dirigido por autoridades sin rumbo, sin alma y sin compromiso alguno con el pueblo que juraron defender. Vivimos, literalmente, en el país de nadie.
Tenemos en Palacio a una presidenta que parece más preocupada por su imagen personal que por la administración de una nación que se desangra. La señora Boluarte se muestra más pendiente de su maquillaje que de las cifras de pobreza, más interesada en posar para las cámaras que en visitar los hospitales colapsados o las escuelas en ruinas. Su gestión —si es que merece siquiera ese nombre— ha sido un desfile de frivolidad y desprecio hacia los verdaderos dramas del Perú. No gobierna, posa. No escucha, impone. No resuelve, posterga.
El primer ministro, Gustavo Adrianzén, vive en una especie de burbuja, ajeno a la tragedia nacional. Mientras el país arde, él emite declaraciones vacías, burocráticas, frías. Pareciera que vive en otro planeta, o peor aún, que cumple únicamente el papel de vocero servil de Palacio. ¿Cómo es posible que, siendo el jefe del gabinete, afirme sin pudor alguno que no hay información sobre el secuestro de 13 personas en Pataz, cuando horas después nos estremecen los videos del hallazgo de sus cuerpos acribillados? ¿Cómo puede hablar de normalidad cuando el país está sitiado por la violencia criminal?
No solo se trata de ignorancia, es complicidad. Adrianzén no es un estadista, es un burócrata sin carácter, un improvisado que encarna a la perfección la mediocridad institucional que nos carcome. Es un ministro de utilería, un rostro sin alma que repite frases dictadas, incapaz de mostrar liderazgo, empatía o una pizca de vergüenza.
Y qué decir del resto del gabinete: 18 ministros que más parecen una comparsa de aduladores con sueldos dorados que servidores públicos. ¿Dónde están cuando el país exige respuestas? ¿Qué hacen mientras los peruanos son asesinados, extorsionados y desplazados por la delincuencia? No administran, sobreviven. No gobiernan, se arrastran. Cada uno de ellos debería ser evaluado no por lo que dicen en conferencias de prensa, sino por los resultados que —salvo contadas excepciones— brillan por su ausencia.
Pero el cáncer no termina en el Ejecutivo. El Congreso, ese nido de impunidad y mezquindad, es parte clave de este desastre. Nos gobierna una mafia parlamentaria que legisla para blindarse, para repartirse cuotas de poder, para controlar instituciones y neutralizar toda posibilidad de justicia. Han legalizado la impunidad. Autorizan a las fuerzas del orden a matar sin control, pero criminalizan la protesta social. Debilitan a jueces y fiscales mientras fortalecen a organizaciones criminales que ya penetraron hasta los gobiernos locales y regionales. Hoy, ser alcalde en zonas como el norte o la selva significa pactar con mafias o vivir bajo amenaza de muerte. ¿Dónde está el Estado? No existe. Se esfumó. Lo entregaron.
Presidenta Boluarte: ya no solo tiene las manos manchadas de sangre, sino también la conciencia, si es que alguna vez la tuvo. Carga con más de 60 muertos a sus espaldas por la represión desmedida en las protestas y estos jóvenes y padres acribillados en Pataz, y sin embargo, se aferra al cargo como una dictadora, sostenida por una coalición de impresentables. Su permanencia no es una cuestión política, es una afrenta moral. Usted no puede seguir ni un día más en el poder. Su salida no es una opción, es una exigencia.
Pero no se irá sola. También deben irse los congresistas que han convertido el Parlamento en un mercado persa de intereses oscuros. También deben renunciar los ministros que encubren la inacción con frases cínicas. Debemos exigir una limpieza total del aparato estatal. No hay reformas posibles sin antes desmontar esta estructura podrida que ha hecho del Perú un campo de batalla donde los ciudadanos luchan por sobrevivir, abandonados a su suerte.
Somos millones los peruanos que trabajamos cada día con dignidad, que no robamos, que no matamos, que queremos un país mejor para nuestros hijos. No merecemos este gobierno. No merecemos este Congreso. No merecemos esta vergüenza.
El país de nadie debe convertirse nuevamente en el país de todos. Y para eso, el primer paso es que los responsables de esta tragedia política y humana se vayan. Que se vayan ya.