Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú)
En el corazón mismo de nuestra democracia, el Congreso, un lugar destinado a representar y proteger los intereses de la ciudadanía, emerge un oscuro y vergonzoso telón de violencia contra la mujer. A medida que los casos escandalosos salen a la luz, se desenmascara una realidad desoladora: la impunidad y la protección de agresores persisten en las altas esferas políticas.
El caso de Freddy Díaz Monago, excongresista de Alianza para el Progreso (APP), acapara la atención y refleja la indiferencia alarmante hacia la violencia de género en el Congreso. A pesar de las acusaciones de violación presentadas por una de sus trabajadoras dentro de las mismas instalaciones del Congreso, la respuesta de la institución fue desgarradoramente tibia. La votación para su inhabilitación reveló una prioridad política despiadada sobre la justicia y la protección de las víctimas.
Es doloroso constatar que, incluso después de la aprobación de la sanción en una segunda votación, algunos parlamentarios optaron por la abstención, mostrando una insensibilidad sorprendente ante la gravedad de la situación. La inclusión de legisladores con denuncias previas, como Luis Cordero Jon Tay y Edgar Tello, en estas decisiones, plantea preguntas incómodas sobre la integridad moral de la institución.
El caso de Juan Carlos Lizarzaburu, congresista de Fuerza Popular, ilustra otra faceta del problema. Sus expresiones denigrantes y sexistas hacia su colega Patricia Juárez no solo son inaceptables, sino que también revelan una cultura tóxica arraigada en las paredes del Congreso. La falta de medidas firmes por parte de su propio partido, liderado por Keiko Fujimori, y la demora en la acción de la Junta de Portavoces, demuestran una falta de compromiso real para abordar la violencia de género. La Comisión de Ética, si bien abordó algunos casos, enfrenta obstáculos y resistencia dentro del Pleno. La suspensión propuesta para Cordero Jon Tay y Lizarzaburu espera en la agenda, languideciendo mientras la inacción perpetúa la impunidad.
Es hora de que el Congreso deje de ser cómplice de la violencia contra la mujer. La tolerancia cero a la violencia de género no puede ser una mera consigna retórica. Los representantes del pueblo deben actuar con la misma determinación que se espera de ellos en la defensa de la justicia y los derechos humanos. Solo así se disipará la sombra de la impunidad y se abrirá paso a un Congreso que realmente represente y proteja a todas las personas, independientemente de su género.