Francisco: un Papa para todos

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Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú).

Hace menos de dos días partió Francisco. Un Papa querido por multitudes, observado con recelo por algunos, admirado por millones y cuestionado, como todo gran líder, por ciertos sectores críticos. No es novedad: todos los pontífices han tenido seguidores y detractores. Es parte de la naturaleza del cargo.

Y hablando del cargo, la palabra proviene de cargar, de llevar sobre los hombros un peso constante. El papado, en efecto, no es solo un título: es una misión que implica soportar el dolor del mundo, guiar a una humanidad diversa y, muchas veces, dividida. En cada rincón del planeta hay católicos —cercanos o lejanos en la práctica, pero unidos por la fe— que reconocen en el Papa no solo a un líder religioso, sino a la voz viva de una tradición de casi dos milenios. Pero no perdamos el hilo: hablemos de Francisco.

La noticia de su muerte se esparció como un relámpago. No podía ser de otro modo. El Papa no es solamente figura de los católicos: es también jefe de Estado, símbolo moral, referente espiritual para creyentes y no creyentes por igual. Su partida conmovió al mundo entero. Las condolencias llegaron desde iglesias evangélicas, comunidades ortodoxas, credos orientales, representantes musulmanes, incluso de gobiernos laicos o ideológicamente distantes. Desde la izquierda y la derecha. Hasta China expresó su pesar: “China expresa sus condolencias por el fallecimiento del papa Francisco”.

Francisco fue, ante todo, un Papa profundamente humano. Llamó a una Iglesia de puertas abiertas, hecha por todos, con todos y para todos. Una Iglesia sin muros, donde los pastores “huelan a oveja” y donde se reme mar adentro, con valentía. Se mantuvo firme en asuntos esenciales —como el celibato, el rechazo al aborto y a la eutanasia—, no por rigidez, sino por fidelidad a la doctrina de Cristo, quien nos enseñó a amar incluso al enemigo y proclamó: “No matarás. Nunca”.

Eligió llamarse Francisco, como aquel santo que cantaba a la creación y veía en todo ser humano, en toda criatura, un reflejo del amor divino. Aunque no modificó la doctrina respecto a la ordenación de mujeres ni al celibato de los sacerdotes, abrió los brazos a todos, reconociendo que “todos son hijos de Dios”. Y así es. Quienes vivimos desde dentro esta fe sabemos que la Iglesia no excluye: llama, siempre, al amor y a la conversión. Y eso hizo él: acogió, escuchó, abrazó.

Transformó el rostro del Colegio Cardenalicio, llevando el rojo púrpura a rincones antes impensados: Sri Lanka, Congo, Costa de Marfil, Vietnam, Papúa Nueva Guinea. Potenció la presencia misionera en África y Asia. Alzó su voz por la paz en Medio Oriente y fue mediador entre líderes históricos como Mahmoud Abbas y Shimon Peres. Condenó el terrorismo con firmeza, pero también la violencia de represalia, como cuando señaló las acciones de Netanyahu contra el pueblo palestino. No fue un Papa ambiguo: fue un Papa de verdades claras.

Abrió los archivos secretos sobre abusos dentro de la Iglesia. Llamó a esos crímenes por su nombre: “una forma de asesinato psicológico, una cancelación de la infancia”. Los calificó como una llaga, y pidió con vehemencia que se dejara de encubrir. Lloró y besó pies en cárceles; se arrodilló ante líderes tribales para cerrar heridas y sellar la paz. Viajó a más de 60 países, incluido el Perú, donde su presencia llevó alegría, consuelo y esperanza.

Fue, en suma, un hombre bueno, humano, sincero, valiente, de corazón abierto. Un sembrador de unidad, un constructor de puentes, un reflejo palpable de Cristo. Un pastor que caminó con su pueblo, que vivió con humildad la grandeza del Evangelio.

Podría escribir páginas enteras sobre él, pero basta una certeza: Francisco fue un Papa no convencional, que llevó a Cristo en su mente, en su alma y en su pecho. Un Papa de todos, para todos.

Gracias, Francisco, por tu entrega, gracias por tu voz profética y tu ternura de padre. Gracias por ser, para el mundo como el Emmanuel: Dios con nosotros.