Escribe Dr. Cristián Erices, Académico de la Escuela de Ingeniería, UCEN.
El Premio Nobel es quizás el máximo galardón al que un científico pueda aspirar. Recientemente, en el área de física, fue concedido al británico Roger Penrose, físico matemático, quien descubrió que la formación de agujeros negros es una predicción sólida de la teoría general de la relatividad y recibe por ello la mitad del premio; mientras que el astrofísico alemán Reinhard Genzel junto a la astrónoma estadounidense Andrea Ghez, reciben cada uno un cuarto del premio tras descubrir un objeto compacto supermasivo en el centro de nuestra galaxia.
Un agujero negro puede ser el estado final de una estrella. La estrella puede comprimirse en un volumen ínfimo ejerciendo en su entorno una fuerza de gravedad extrema, tanto así, que ni siquiera la luz puede escapar. La Tierra, por ejemplo, debe comprimirse como un grano de uva para transformarse en un agujero negro. Penrose, fue el primero en demostrar matemáticamente en 1965, a través de un hermoso teorema que lleva su nombre, que un agujero negro es una consecuencia natural de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein. Una consecuencia tan descabellada, que el mismo Einstein pensaba que su existencia era absurda.
Este premio sin duda es un gran incentivo para el estudio de la física gravitacional a nivel teórico, disciplina que recién durante esta última década ha sido considerada en estos premios debido a las observaciones astronómicas que la validan.
Por otro lado, Genzel y Ghez, observaron por alrededor de 30 años, las órbitas que describían las estrellas en el centro de nuestra galaxia, las cuales exhiben las características que la relatividad general predice. Dichas observaciones permitieron deducir que, en el centro de nuestra galaxia existe una región que contiene un objeto extremadamente pesado cuya masa es alrededor de 4 millones la masa de nuestro sol. Un agujero negro supermasivo es la única explicación actual para esto.
Tan solo el ejercicio de entender nuestro universo es un acto en sí mismo hermoso, que a veces tiene efectos prácticos pero tal característica no constituye su importancia en absoluto, es más bien una consecuencia derivada de su finalidad primigenia: la búsqueda de la verdad y entendimiento de la naturaleza a través de nuestra querida razón. Como decía Richard Feynman “la física es como el sexo; a veces sirve para cosas útiles, pero no es la razón por la que lo hacemos”.