Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú)
Me pongo en perspectiva. Mis profesores de primaria juraban que la letra con sangre entra. Literalmente. Si fallabas en una tarea o llevabas al aula un esperpento de trabajo, te llovía un porrazo. Y por si acaso no bastaba el correctivo escolar, mi madre se encargaba del remate en casa: el clásico correazo. Una pedagogía reforzada por duplicado. Eso sí, aprendías… aunque fuera por reflejo condicionado.
Con el tiempo entendí que esa dinámica del castigo físico no era precisamente el pináculo de la salud emocional ni del aprendizaje significativo. Golpear con entusiasmo no ha sido –ni será– un método educativo recomendado por psicólogos o pedagogos. Pero, como suele ocurrir, pasamos de un extremo al otro. Del castigo sin sentido a la permisividad sin rumbo. Hoy, el horizonte educativo parece confundirse con una cómoda espera al último minuto, confiando ciegamente en que san Google, o ahora la deidad de turno llamada Inteligencia Artificial, proveerá.
Así, tenemos estudiantes que terminaron la secundaria hace uno o dos años y que, sin pudor, no recuerdan ni una pizca de historia peruana o universal. Algunos no saben dónde queda la Torre Eiffel, cuáles son las maravillas del mundo moderno o quién nos gobierna (una señorita me dijo que era Dina Paucar, y no lo dijo en tono de broma). ¿Leer? Por favor, no los cansemos. Me agota repetir como mantra: “lean, lean, lean”, pero la respuesta es siempre la misma: evasiva y silenciosa. Si la lectura tuvo adaptación cinematográfica, te resumen la película; el libro, nunca fue abierto. Y sobre las noticias del día, apenas logran mencionar dos o tres titulares con la misma profundidad que una cucharada de sopa.
Repetir este sermón en el aula resulta, a veces, francamente humillante. Esta generación, en su mayoría, no lee. Ver a un estudiante con un libro en la mano es tan raro como ver un unicornio en el paradero. Celulares, eso sí, a montones. Dicen que leen en el celular. Claro, claro. Como docente, tengo mis dudas. Sospecho que lo que leen empieza con “jajaja” y termina con un meme. He tenido que invitar cordialmente a salir del aula a más de uno por estar chateando –con alguien evidentemente más fascinante que mi clase– o viendo fútbol en plena explicación. A veces pienso en rendirme, pero luego recuerdo que aún quedan algunos con los ojos abiertos… y no por sueño.
Nos dijeron que memorizar era retrógrado, casi una herejía educativa. Que la inteligencia verdadera no necesitaba repetir. Bueno, bastantes estudios serios han demostrado que memorizar no solo es útil, sino necesario. Sin conocer letras, cifras, fórmulas, conceptos, corolarios, no se puede analizar, discernir, ni mucho menos crear. Pero claro, eso exige esfuerzo. Y el esfuerzo, al parecer, es un valor en decadencia.
Muchos estudiantes no logran articular dos oraciones seguidas con coherencia. Les pides un argumento y te dan un “mmm… no sé, profe”. Analizar un texto ya es una hazaña casi épica. No todos, por supuesto, pero hay una masa creciente de “profesionales” –o al menos con títulos colgados en la pared– que no saben expresarse con claridad. ¿Exagero? Pase por el Congreso, por una oficina de atención al cliente, o simplemente escuche algunas entrevistas. Las muletillas, las frases hechas y los pleonasmos (“subir para arriba”, “bajar para abajo”) están a la orden del día.
Un amigo me contaba que una estudiante de octavo ciclo de comunicaciones –de una universidad bastante prestigiosa, por cierto– quiso hacerle una entrevista… y no sabía qué preguntarle. Sí, leyó bien: no sabía qué preguntarle. Hubo que redactarle el cuestionario completo. Increíble, pero tristemente habitual.
Estamos frente a una entropía cultural. Un retroceso. Una involución del saber. Y sí, la Inteligencia Artificial está empujando alegremente el carrito cuesta abajo. Lo firmo. Lo vemos los docentes todos los días. También algunos estudiantes lo notan, aunque muchos prefieren no verlo. Y ese, justamente, es el error más grave: estar satisfechos en medio de la ignorancia, cómodos en su condición de mastuerzos ilustrados por TikTok.
Y bueno, que llegue la paliza mediática, ¡llamas a mí!