Mario y su último viaje (dentro de un libro)

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Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú).- 

Cursaba el quinto ciclo en la universidad. Para entonces, la literatura ya era uno de mis hobbies favoritos, junto a la música, el deporte y las largas caminatas con mis amigos. El curso de Narrativa nos exigía leer un libro por semana —literalmente—, ya que debíamos entregar un informe cada cuatro semanas, y los exámenes parciales y finales se centraban en las obras y cuentos seleccionados de una lista enorme. Uno de los autores era Mario Vargas Llosa.

Para ser sincero, no era de mis favoritos. Salvo Los jefes —un cuento magistral—, no había nada de Vargas Llosa en mi escueto librero. Aunque siempre quise leer más, no tenía los medios. En la esquina de la avenida San Juan con Pachacútec, un señor —de quien solo recuerdo el apodo de “tío Cómic”— nos alquilaba historietas a diez céntimos de sol. Allí pasaba horas, escapándome de casa para sumergirme en las aventuras de Batman, Los Cuatro Fantásticos, La Liga de la Justicia, Aniceto, Hermelinda Linda y otras revistas de caricaturas. Debo confesar también que, a escondidas, llegué a leer algún que otro librito “prohibido” (mamá, no me pegues) con mujeres en poca ropa. Pero de Mario, nada.

Hasta entonces, José María Arguedas, Ciro Alegría, García Márquez y Vasconcelos poblaban mi imaginario. Los libros eran caros; solo los obtenía en bibliotecas o gracias a algún amigo generoso. Pero en ese quinto ciclo, hace ya tres décadas, todo cambió. Leí El pez en el agua, y Vargas Llosa me atrapó. Desde entonces he leído casi toda su obra, salvo algunos ensayos y su última novela, Le dedico mi silencio, que aún tengo pendiente.

Vargas Llosa me ha hecho viajar intensamente, por parajes inhóspitos, entre calles y plazuelas, a través de valles y ciudades prodigiosas. Me mostró mundos de zozobra, de dolor y pasión. Me permitió saborear la miel de la existencia humana, descubrir que el mundo cabe en unas cuantas líneas cuando estas están escritas con hondura. Las letras, comprendí, pueden ser tanto inmortales como mágicas.

Cuando le otorgaron el Nobel —el único premio que le faltaba, el que le debían— aquel 7 de octubre de 2010, apenas tres días antes del cumpleaños de mi madre, quienes escuchábamos en vivo el anuncio de la Academia Sueca a través de RPP, estallamos en alegría. Un colega derramó su café sobre unos documentos; otros aplaudieron. Todos sentimos que, por fin, se hacía justicia: una que Jorge Luis Borges no alcanzó, y que el propio Vargas Llosa alguna vez calificó como “la mayor injusticia literaria”. En su discurso en Estocolmo, expresó: “Resucitaría a Borges para darle el Nobel que también merecía”. También mencionó que César Vallejo debió ser galardonado, y que su obra era, sencillamente, monumental.

Demócrata, liberal y apasionado de la vida, Vargas Llosa fue vencido en las elecciones de aquel nefasto mayo de 1990, frente al dictadorzuelo Alberto Fujimori. Mientras Vargas Llosa proponía un “shock” económico necesario, Fujimori aseguraba que jamás aplicaría algo semejante. Ya sabemos cómo terminó la historia. Mario se exilió, y fue injustamente criticado por aceptar la nacionalidad española, algo que cualquiera de nosotros podría hacer si así lo decidiera.

Siempre opuesto a las dictaduras —tras comprobar en carne propia los resultados del régimen cubano y del soviético—, Vargas Llosa me convirtió en un mejor lector: más atento, constante y perspicaz. Lituma en los Andes, ¿Quién mató a Palomino Molero?, Las travesuras de la niña mala y Conversación en la Catedral han sido un deleite en mi vida lectora.

El mejor homenaje que podemos rendirle es releerlo, quienes ya hemos abierto alguna de sus páginas; y descubrirlo, quienes aún no se han aventurado en esa cruzada que es leer un buen libro en estos tiempos.

Gracias, Mario, por tu incansable lucha por hacer de la literatura tu vida, y con ello enseñarnos a sentir y amar con profundidad las letras. Porque a través de ti, aprendimos que la literatura no solo se lee: se vive.