Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú).
Desde su ascenso casual a la primera instancia del Estado peruano, hasta hace dos días en vivo y directo, nunca había visto a Dina tan suelta de huesos y aspaventosa. Una frescura digna de los más desfachatados, hilarantes y perjuros políticos que jamás he visto.
Dos días atrás, Dina Boluarte se dirigió a la nación con un discurso que, según ella, buscaba «dar tranquilidad y reafirmar su compromiso con el país». Lo que logró, en realidad, fue reafirmar que el cinismo también tiene su espacio en Palacio. La presidenta, con esa serenidad que solo tienen quienes viven en una realidad paralela, no perdió la oportunidad de repartir culpas a diestra y siniestra, lanzar dardos contra la Fiscalía de la Nación y, por supuesto, limpiar cuidadosamente las manchas de su propio expediente de fracasos.
En un momento que pasó de lo tragicómico a lo indignante, Boluarte se refirió a la Fiscal de la Nación como alguien que está «entorpeciendo las investigaciones». Uno esperaría que, desde el sillón presidencial, se manejara al menos un tono institucional. Pero no: la presidenta optó por un desliz digno de la mejor telenovela de las 9. Si el propósito era generar tensión entre poderes del Estado, felicitaciones, Dina, lo lograste con mención honrosa.
También hubo tiempo para el esquive magistral: ¿mea culpa? Ni en sueños. En ningún momento mencionó los juicios que enfrenta o los cuestionamientos por su gestión. Es más, parecía que hablaba de otra Dina Boluarte, quizá una versión alterna donde todo es culpa de la oposición, los medios de comunicación y, claro, la Fiscalía. Quienes esperaban algo de autocrítica terminaron más frustrados que un peruano intentando sacar su DNI en Reniec un lunes por la mañana.
Pero donde Boluarte se lució fue en su habilidad para despojarse de cualquier responsabilidad por los estrepitosos fracasos de su gestión. Habló de la crisis política como si fuera una especie de desastre natural, algo que simplemente pasó, y no el resultado directo de decisiones poco acertadas, falta de liderazgo y promesas vacías. Su narrativa es clara: si algo va mal, es culpa de los demás; si algo va bien, es gracias a su inquebrantable «compromiso con el país».
En resumen, el mensaje de Boluarte fue como un café recalentado y sin azúcar: insípido, reciclado y difícil de digerir. Aún queda por ver si alguien en Palacio entiende que los discursos no arreglan la realidad, y que insultar, evadir y maquillar no son políticas de Estado. Aunque, si de algo sirve, la presidenta dejó claro que, si la política no le funciona, tiene un futuro asegurado como guionista de tragedias absurdas.






