Escribe Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú).
Hace unos días cumplí cincuenta años. Sí, cincuenta. Medio siglo, diez lustros, cinco décadas. Una hazaña, de verdad. Jamás pensé, 30 años atrás, en llegar a esta edad, menos estar celebrando con quienes quiero tanto. Se han renovado recuerdos de niñez y pensamientos de locura juvenil. Quería compartirlos con ustedes, si me lo permiten.
Cuando tenía solo cinco años me enamoré de mi profesora, una chica de cabello largo, negro, ojos achinados y de tez blanca como la nieve. Era mi maestra auxiliar, cuyo nombre no recuerdo. Si recuerdo con avidez y perfecta memoria el de mi maestra principal: Ma Gloria. Una profesora magnífica, amorosa, siempre cercana y que me decía que sonreí con mis cachetes y ojos. Luego dejé el nido y pasé a primaria, una etapa digna de Spielberg. Solo tres cosas sobre eso: me rompí la cabeza al tirarle una piedra a un árbol -con eso aprendí que la naturaleza se cuida y ama. La piedra me rebotó, mismo yo-yo. La segunda, una pelea por una canicas que eran mías, pero que “otro dueño” aseguraba, con cuatro compinches al lado, que era suyas, o me rompían la madre. La tercera, pasar de un colegio particular a otro estatal, a Fe y Alegría, cuando estaba en quinto grado. Esto fue quizá lo mejor que me sucedió, por miles de razones.
En Fe y Alegría N°3 aprendí el valor de la amistad, el énfasis en la competencia sana y el estudio tenaz y consciente. Entendí que la vida era dura, que nada era gratis y menos que alguien vendría, cual mecenas, a regalarme nada. Nada. Muchas veces lloré por una tarea mal realizada y el respectivo paletazo a la mano. Sí, en esa época te daban con todo y si reclamabas, una más por si acaso.
Lo siguiente es que tuve que defenderme de los “otros”. Esos seres repugnantes que hay -creo- aún en muchos colegios y terminan siendo casi siempre los futuros delincuentes y personajes de mal vivir de toda sociedad. Lo digo baso conocimiento de causa, pues ya he visto irse a un par y algunos todavía pululan cual muertos vivientes por los cerros de Pamplona Alta. Porque me hacían bullying, me amenazaban. No les importaba nada. Pero en medio de esa desazón y tensión, las artes marciales me dieron un norte y Dios -empezaba a ir a misa y rezar- me ayudaron. Hasta ahora lo hacen. Allí me enamoré por primera vez. Y me rechazaron por primera vez. La desilusión duro algunos meses. La música fue el otro catalizador de mi malestar y fuerza de espíritu en instantes donde nada me salía. En ese espacio llamado colegio surgieron los primeros amigos que -felizmente- aún tengo.
Al salir de la escuela empecé una aventura llamada “busca trabajo y estudia”: fui mesero, vendí juguetes, trabajé en construcción levantando ladrillos y llevando mezcla, pero fue flor de un día. También hice las veces de técnico en farmacia, en la de mi tía. Aprendí un montón, me leía el vademécum, pues me encanta investigar y leer mucho. Y lo memoricé, tanto que vendía hasta tres veces más que el propio farmacéutico, ¿o no tía? Lo que si duró y mucho es que estuve de colectivero, o mejor dicho de cobrador de combi. Incluso cuando ya estudiaba en la universidad. Y no me arrepiento. Ya lo dije, eso me curtió e hizo valorar el trabajo duro, consecuente y limpio, con honradez. Incluso trabajé tres años en la Feria del Hogar, como jefe de salón de juegos mecánicos. Una cosa alucinante.
La universidad, mi querida San Martín de Porres, facultad de Ciencias de la Comunicación, Turismo y Hotelería -nombre más largo que bostezo de jirafa- fue donde me hice profesional y conocí a mis más longevos, grandes y mejores amigos. La música nos amalgamó, nos unió como el cemento une los ladrillos. Quisimos tener nuestra banda de rock, yo baterista. Pero no había dinero, tiempo y mejor seguíamos siendo melómanos. Rock, si pues, rock. Toda la vida.
Y ya lo dije, practicaba artes marciales. Tae Kwon Do para ser preciso. Y para ser más preciso aún, sigo practicándolo, pero en casa, pues el tiempo ya no me da. Pero jamás, jamás lo dejaré, es parte de mi vida. Estuve seis años en la selección nacional, en exhibiciones, campeonatos. Mi familia me iba a ver, mi futura esposa también. Aún recuerdo un entrenamiento, ella estaba ofuscada y molesta, pues me estaban pateando. Le dije: así es el taekwondo, pateas, te patean, nos pateamos. Igual seguía molesta. Allí también perdí dos muelas, producto de sendas patadas a mi cara. Por eso con la cara no se cubre. Nunca.
Me casé. Tengo dos hijos hermosos, maravillosos, que han nutrido mi ida de experiencias bellas, anécdotas increíbles y con ellos río, lloró, viajo, camino, avanzo y crezco, pues cada día me enseñan cosas nuevas. Uno es deportista y tecnológico, el otro, un as de la literatura, devorador de libros y escritor empedernido. Ambos son lo que yo no he podido lograr, son mis mejores maestros. Mi familia nunca me ha desamparado, ninguno de ellos. En los instantes más complejos de mi vida mi madre, mis hermanos, mis tíos y primos ha sabido darme soporte. Gracias a todos ustedes.
Tendría que escribir mil cosas más. Tres operaciones, dos choques en auto (yo no manejaba por si acaso), varias veces en la comisaria de niño por jugar pinball y un par de borracheras. Cuatro personas a quienes he sacado del mar. Un etcétera de cosas, como seguro también, estimado lector, podrías contar un día.
Gracias Maggie por ser mi compañera, estas dos líneas son para ti, que me amas, soportas, ayudas, auxilias y das sentido a mi vida. Sin ti la vida sería un divagar. Pero con contigo, hasta viejitos. Con más rock, vino, café, mis hijos y Dios ¡¡¡ Por que así es el rock n roll!!!