Escribe Edgardo Riveros Marín, Académico Facultad de Derecho, Universidad Central.
En estos días ha quedado en evidencia algo natural, que la salud es un bien público que es obligatorio proteger colectiva e individualmente, toda vez que está vinculado a la vida e integridad síquica y física de las personas.
También ha quedado de manifiesto el hecho, bastante extendido, que esta obligación no la asumimos con el rasgo de voluntariedad que se nos requiere y que, como ocurre en diversos ámbitos, el temor a la sanción es constantemente lo que motiva la conducta. Esto es estimulado en nuestra sociedad, donde con frecuencia se aumentan las penas en la perspectiva -a mi juicio ineficaz- de lograr comportamientos acordes con una vida en comunidad y de adecuada convivencia. En estos días es reiterado ver cómo se pone énfasis en la sanción a que quedan expuestos quienes no cumplan con las normas exigidas, ante la contingencia presentada por el “corona virus” y su riesgo de contagio.
Ha llegado el momento de enfatizar en la importancia que tiene una conducta responsable acorde con la protección de los bienes sociales y su impacto personal. Esto no es tarea fácil porque, desgraciadamente, se ha convertido en un hábito el cumplir con la norma de conducta más que por el bien que se protege, por el temor a la sanción que conlleva su incumplimiento. Teniendo presente, además, que muchas de las vulneraciones quedarán impunes, por la imposibilidad de fiscalización. Basta ver lo que ocurre, solo por nombrar algunas, con las disposiciones del tránsito o en materia laboral, ligadas a factores tan importantes como la vida, la integridad física, la convivencia social y productiva.
Es de esperar que los difíciles momentos que vivimos nos ayuden a tomar conciencia sobre la necesidad de ordenar nuestro actuar, al cual todos estamos obligados si queremos lograr una sociedad más justa, humana y solidaria, más allá de las medidas coactivas.