Escribe Nicolás Freire, Académico Escuela de Gobierno y Comunicaciones, Universidad Central.
Esto no terminó, qué duda cabe. La respuesta social de la que fuimos actores y testigos el viernes logró lo que muchos hubieran querido, pero nadie había logrado: mover el cerco, no de las posibilidades, si no de las voluntades.
La reflexión más importante, más allá de la evidencia de hartazgo producido por el modelo y sus abusos, es la necesidad de incluir a la sociedad en su conjunto en los procesos de toma de decisiones y, particularmente, en la reestructuración societal e institucional del país. Si bien algunos fatigan aun en comprender –o querer comprender: casi atrincherados en sus escaños– la relevancia social, por sobre la institucional, otros –los más– se han dispuesto a materializar difusamente este sentir, por medio de espontáneos cabildos ciudadanos.
En la técnica (cuya relevancia, hoy es menor) la discusión pasa por cómo hacer efectiva esa complementación entre institucionalidad y despertar social fuera de la misma. Independientemente de si el resultado final será aquel de construir un pacto social o reformar estructuralmente nuestras actuales instituciones y sus procesos, la atención se ha concentrado en la búsqueda de espacios e interlocutores válidos, que permitan el dialogo social, sin pisotear la institucionalidad dada.
Muchos han puesto el acento en la inclusión de los alcaldes en esta discusión, obviando lo que desde buena parte de la academia se ha demostrado en los últimos 30 años. Me refiero a la presidencialización de la autoridad municipal, ciertamente más cercana al territorio, pero no ajena de la jerarquía de la acción (la poca inclusividad de la toma de decisión); más cercanas (porque de unidades territoriales más pequeñas y realidades más inmediatas a su cargo), pero no necesariamente representativas de la diversidad social de dichos territorios (por las limitaciones propias de los cargos ejecutivos y porque su legitimidad es dada por la representación política –y no social– de hace 3 años: otros tiempos).
Pocos, en cambio, han atendido la relevancia y las potencialidades representadas por otro tipo de unidades, reconocidas por la institucionalidad, como lo son las Juntas de Vecinos. Estos espacios parecieran ser menos politizados y, al mismo tiempo, los que logran constituir el mejor espacio de participación ciudadana, porque inmediata, de más fácil acceso a los individuos, más representativa de lo social y más cercanas a los problemas, demandas e inquietudes de las y los ciudadanos.
Además, las juntas de vecinos parecieran ser la única institución que ha sido actualizada en un sentido más respondiente a las necesidades que hoy conocemos. En efecto, desde 2006, en dichas unidades la participación es posible para todos quienes tengan cumplidos 14 años de edad, una clara ventaja para escuchar la voz (y contabilizar el voto) de aquellos que dieron el vamos a este despertar social, de aquellos que, con sus acciones en 2006, 2011, 2018 y 2019, terminaron por mover el cerco.
En esto, la gran ventaja de las juntas de vecinos viene dada entonces por dos motivos. El primero es que ofrece una opción real de organización social, de fácil acceso y cuya estructura limita las críticas de las que pueden ser objeto los difusos cabildos, que arriesgan la dispersión o la dominación por caudillos territoriales; el segundo es que ya están presentes en la institucionalidad, lo que evita el surgir del prurito, la simple excusa, de que los canales escogidos deben conectarse con la institucionalidad del país: estas sí lo están.