Escribe Santiago González, Rector Universidad Central de Chile.
Una discusión interesante generó la aprobación por parte de la Cámara de Diputados del proyecto de ley que obliga a las autoridades eclesiásticas de cualquier confesión religiosa, así como a los directivos de instituciones culturales, juveniles, educacionales y deportivas, a denunciar los delitos cometidos en contra de niños, niñas o adolescentes, o de personas que no estén en condiciones de ejercer sus derechos por su condición física o mental.
La polémica surge por la interpretación de que esta ley vulneraría el derecho a la inviolabilidad del secreto de confesión, al cual están obligados los ministros o sacerdotes. Se argumenta que esto vulnera el derecho a la libertad de culto.
La pregunta es, ¿hasta qué punto la ley laica, que se da un país en democracia, puede estar supeditada a la ley divina del credo religioso que pueda profesar un ciudadano?. Indudablemente que no, por una razón muy básica, la ley rige para todas las personas por igual, sin distinción de credos religiosos, orientación política o sexual, y en ello está basada la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Si un ciudadano que ejerce una autoridad sobre su comunidad, ya sea de carácter civil o religioso, está excluido de denunciar delitos graves contra menores de los cuales ha tomado conocimiento en función del cargo que detenta, se estaría en presencia de privilegiados, que producto de su influencia religiosa o directiva, estarían exentos de cumplir con la obligación básica de cualquier ciudadano que es colaborar con la justicia para que se cumpla la ley, y lo más importante, con la protección de las presentes y potenciales víctimas.
Algunos analistas argumentan, refiriéndose específicamente al secreto de confesión, que la aplicación de esta ley generaría como consecuencia que los abusadores no concurrieran a revelar sus delitos en secreto de confesión, lo cual es posible que ocurra y es muy bueno que así sea. Un abusador recurre al confesor para revelar su delito, mostrar arrepentimiento y solicitar la absolución, buscando alivianar su conciencia por el mal causado, a través de una práctica religiosa que él valora, ya que de lo contrario no concurriría a su confesor. Si como consecuencia de esta ley los abusadores quedan en la práctica excluidos del sacramento de la confesión, por temor a ser denunciado por el confesor, será un primer paso para combatir el flagelo del abuso contra menores y por lo menos recibirán, si en conciencia ellos aprecian este sacramento, una primera sanción divina de parte de su credo religioso.
Debemos hacernos la pregunta sobre cuántos abusadores en el pasado continuaron realizando tan macabros actos, con la satisfacción de que una vez revelado su delito en confesión pudieran ser exculpados por un juez divino, que estaba más allá de la ley de los hombres.