Escribe Manuel Polgatiz, Periodista y Comentarista Deportivo.
Dos hinchas se abrazan aferrados a la reja. La algarabía emerge por los poros. Ambos miran el campo de juego, a través, de sus ojos vidriosos repletos de emoción. Puño en alto elevan su voz al horizonte para celebrar el anhelado triunfo «Celeste».
En cancha, son once que se entregaron como pocas veces lo hemos visto. Esta vez sí apretaron los dientes y afilaron sus colmillos, porque no eran 90 minutos de fácil tarea mucho menos si se jugaba de forastero. Había que extraer desde las entrañas ese pundonor ausente, esas siluetas de convicción y esa fuerza empedernida para ganar una batalla.
Nadie dijo que sería sencillo, es más, poca ilusión había. Son tantos los dolores de cabeza y sufrimientos acumulados, que una derrota más era casi otra raya al tigre. Sin embargo, apareció la vergüenza deportiva, el amor, aunque sea forzado a la camiseta. Supieron sobreponerse a un gol de bienvenida y buscaron en sus propias falencias, una virtud corregida.
Donde se acaba el mundo y el aire escasea, a 2.300 metros de altura O’Higgins respiró oxígeno puro. CO2 de simpleza e hidalguía, componente esencial para preservar y extender la vida. Elemento fundamental para continuar la tarea, en una recta final que aún nos marea.
El triunfo se goza y disfruta. Ni los constituyentes pueden amargar la alegría en tiempos de retiros y otras materias. Vayan los parabienes para el técnico Ramírez, que esta vez apuntó al equipo y acertó como casa de apuesta en las modificaciones.
Los minutos finales se sufrieron como es tradición, algunos escondidos en la pega, otros bajo el escritorio mientras daban una prueba. Sesenta segundos más largos que día lunes y más tediosos que previa de “18”. A no bajar los brazos porque todavía faltan partidos antes de exigir cabezas.