Escribe Cristián Ibarra Ibáñez, Director Diario El Pulso.cl
Hace un año, cuando languidecía la tarde del 18 de octubre con sus sombras, un reguero de pólvora encendía de forma incontrolable las calles y avenidas de la capital, para esparcirse pronto incontenible por todo el país. Y en una contradicción propia de la ley natural y de la esencia humana, otra flama se extinguía serena pero plena en un campo de Machalí. Era la vida de Nicolás Díaz Sánchez.
No le alcanzaron las fuerzas, no le alcanzó la vida para ver a través de sus ojos idealistas como los de Don Rodrigo – el Cid – el despertar de un pueblo, de ese pueblo que tanto amó y defendió en las humildes tarimas de los campos de El Huique en Palmilla; en los pasillos del Hospital Regional de Rancagua o en el hemiciclo del Senado de la República que éste, el pueblo de Chile, se rebelaba ante el oprobio de la injusticia y la desigualdad.
Muchos quienes lo conocimos – aún más jóvenes, por cierto – concordábamos que seguramente él estaría encabezando la marcha postrera, a mano limpia y cara descubierta, cuidando que la muchachada no se dejara provocar y ésta, no cometiera el error de provocar a nadie ni destruir nada. Porque para Nicolás, el arma más certera contra la ignominia era el verbo, el poder de la persuasión a través de la palabra contra el muro de la indiferencia y la injusticia.
Y es que Nicolás, después de vivir intensamente su vida pública optó tranquilo y pleno por su propia “Vida Retirada”, como lo recuerdan los versos de Fray Luis de León: “Qué descansada vida, la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”…
Nicolás, el estudiante, el scout, el hincha, el médico, el dirigente, el regidor. Nicolás Díaz, el escritor, el columnista, el alcalde, el intendente, el senador, el concejal. Títulos estos últimos que por cierto se ganó en la lucha electoral y en el reconocimiento del pueblo, todos cual más lo conmovió, pero ninguno más como los que alcanza un hombre en el umbral de su partida: amante esposo, amoroso padre y confidente abuelo.
Sin embargo, una vez me comentó en uno de esos tantos viajes que hacíamos el interior de nuestra tierra profunda, que sin desmerecer todo lo que la vida le había dado, su más alta aspiración era convertirse en hortelano. ¿Cómo es eso?, le pregunté con cierta cuota de asombro: “Volver a la tierra, ver brotar el retoño de un durazno en flor o de los almendros, tener el tiempo suficiente para llenar el jardín de las plantas y flores que le gustan a Mabel; levantarme a la madrugada para que el sol desayune conmigo y disfrutar del canto de los zorzales y los queltehues, eso Cristián, no tiene precio”. Y eso don Nicolás, por cierto que no tiene precio.
Viejo sabio, viejo poeta regado por los manantiales que brotaban de su Coinco natal. Niño explorador, amante de la montaña y de las excursiones minerales propias de los atalayas andinos.
Observador de la naturaleza, autodidacta historiador y narrador de las más increíbles anécdotas y fábulas de las cuales un auditorio contemplativo jamás quedó indiferente. Hombre probo y honesto, quizá de los políticos más preparados, impulsivos y viscerales de su tiempo, que siempre fue al frente, con esa altivez que le dio su ascendencia asturiana pero que contra el adversario y contrario al español invasor, jamás fue avasallador ni insolente.
Nicolás, a un año de su partida le recordamos con especial cariño y nostalgia; sobre todo por las especiales y difíciles circunstancias que rodearon su adiós en una patria que aún clama por igualdad, fraternidad y justicia. Sin grandes discursos, sin elocuentes oradores. Y es que pensándolo bien, quizá el mismo deseó que fuera así. Sólo necesitaba estar acompañado de quienes más amaba y de quienes él mismo señalaba más respetó. Así con la modestia del campesino, del hortelano que durante sus últimos años encarnó y disfrutó ser, la flama fructífera, insurrecta y combativa de su vida se apagó.
Gracias Nicolás por marcar un camino de rectitud y compromiso, de amor por la patria y respeto por los derechos de todos que tanta falta nos hace hoy en día. Ya que la muerte no es la que marca el final, sino que el final sólo lo marca el olvido.